Todos los suicidas somos unos cobardes
tan solo que algunos lo somos más que otros.
Los suicidas más valientes solemos darnos
un solo tiro en la cabeza,
los menos valientes tan solo solemos
irnos arrancando los segundos de a pedacitos,
como cada vez que nos fumamos un cigarrito
o como cuando nos comemos ese desequilibrado platillo.
Existimos también los suicidas más perezosos
que solemos echarnos a esperar la muerte,
sentados en un sillón enfrente de un televisor;
y sucede, la muerte llega a alcanzarnos, pero de a poco.
Primero morimos cerebralmente y luego nos quedamos ciego
y cuando perdemos la audición y el habla
terminamos sin vida en frente de nuestro programa favorito.
También estamos los suicidas escapistas
que nos la pasamos metidos en el trabajo,
solemos morir secos y marchitos como arrugadas pasas.
Estamos también los suicidas inconcientes
que nos gusta morir a
sin pensar siquiera que nuestro suicidio
puede convertirse en un asesinato múltiple.
Y no olvidemos mencionarnos, los suicidas más ilusos,
que vamos muriendo con dosis
cada vez mayores
de utópicas sustancias psicotrópicas.
Todos los suicidas somos unos cobardes,
la culpa suele ahogarnos
como mares inmensos sobre nuestras cabezas,
le tememos al contacto con aquella rugosa superficie
que solemos llamarla realidad,
escapamos siempre a ningún lugar
cuando siempre estamos realmente escapando
de nosotros mismos, aunque no queramos reconocerlo,
la vergüenza nos baña de pies a cabeza
como negro petróleo cubriendo nuestros cuerpos
pero al final ¿Cuánto puede saber un vivo sobre el suicidio,
si todos los suicidas se han llevado
el máximo secreto del tema a sus tumbas?